solucionaban a “lo caballero”: un brazo amarrado al del contrincante, dos padrinos y un minuto de “diálogo” entre rostros y nudillos. Al finalizar, se daban las manos y resuelta la disputa.
Luego, al retirarse a dormir, los morados faciales ponían el “¡ay, ay, ay!” de Selena en “lo más pegao´” de la noche. Ahora no. La guapería postmoderna ha traído nuevos conceptos y códigos de comunicación “bronquial”, que nada tienen que ver con problemas respiratorios y mucho con el desarrollo de las agallas. La fuerza de cara, aceleración del “filo” y pensamiento rectilíneo uniforme son las magnitudes físicas, no mentales, de los guapos de estos tiempos.
Para “meter el pie” no se necesitan argumentos verbales. Bastan un par de palabras obscenas, unas palmadas en el pecho y, sin esperar réplica alguna, contestar con el idioma de los samuráis. La filosofía de los bravucones es pura práctica sin teoría. No hacen falta motivos, los motivos se hacen.
Antes no. La guapería tenía sus estamentos básicos. Un guapo de respeto no se permitía abusar de alguien más débil o en desventaja. Eso era imperdonable. La imprecación o el lenguaje soez estaban alejados de su vocabulario. Una ofensa se cobraba en silencio y sin esos aspavientos “chancleteros”, que ahora se usan a la hora de cualquier reyerta o diferencia.
El guapo de aquel tiempo no peleaba, como el de ahora, por ver la sangre correr sin medir las consecuencias de sus actos.
Hoy, pararse en una parada es escuchar un programa radial de crónicas rojas. Un mismo suceso tiene más finales que una Olimpiada y más capítulos que una novela argentina. Lo cierto es que los índices de violencia son ya perceptibles en un país que, a pesar de las necesidades materiales, ha tenido en la tranquilidad ciudadana una de sus grandes conquistas, algo que debemos defender sin guapería y con mucha educación cívica.
No creo que, como algunos manifiestan, las causas de esos modos de comportamiento estén asociadas, solamente, a la pérdida de valores, un cliché que requiere de menos estomatología y más estudios sociológicos, psicológicos, y de todas las lógicas necesarias que, desde la ciencia, puedan profundizar en este fenómeno.
Es verdad que el deterioro de la cortesía y el respeto han “enriquecido” la teoría del aguaje, que la chabacanería cada vez egresa más “filólogos” callejeros y que la agresividad asume protagonismo en la interacción social. Pero, qué podemos esperar, cuando los referentes de un niño son “versículos” regguetoneros como “Quimba pa´ que suene”, “Lo mío es muchachita y alcohol” y “Agáchate que viene la galleta”.
La guapería actual ha desaprobado los moralismos más esenciales. Necesita de una reeducación urgente en los principios axiológicos, para colocar en el comportamiento de cada individuo un poco de racionalidad humana, tan necesaria en los tiempos que corren. En este sentido, es fundamental la familia, pues profesar vergüenza y dignidad se aprende en la casa y se reafirma en la escuela.
Sin embargo, no todo puede recaer en la bolsa de los valores. Las sanciones a personas involucradas en actos violentos son, en algunos casos, inconsecuentes a lo que realmente las circunstancias y los hechos ameritan. Al menos, no son lo suficientemente ejemplarizantes cuando a muchos les despreocupa zambullirse más de una vez en el “tanque” y renuevan su contrato de guapos cada vez que salen en libertad.
A los guapos no se les puede responder con violencia y mucho menos con la otra mejilla. Hay que desterrarles sus bravuconerías gratuitas con el pago severo de sus actos, fundamentado en una justicia ciega pero con mirada incisiva en los que atentan contra nuestra tranquilidad ciudadana.
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