martes, 16 de abril de 2013

Hablando de béisbol

Tomado de la Revista digital Progreso Semanal
Escrito por Jesús Arboleya Cervera
El recién finalizado III Clásico Mundial de Béisbol ha incentivado en toda la población cubana el debate respecto a la salud de la pelota y los cambios que se imponen para mejorarla. Ningún otro asunto parece importar más a la opinión pública y aunque parezca extravagante, no debe subestimarse la importancia de estas preocupaciones. Cuando se habla de pelota en Cuba, en buena medida se está hablando de la sociedad cubana.
La pelota llegó a Cuba a mediados del siglo XIX. Fue introducida por inmigrantes norteamericanos o emigrantes cubanos que regresaban de Estados Unidos y formó parte del paquete que relacionaba la “modernidad y el progreso”, con los valores estadounidenses. En tal sentido, fue un reflejo del creciente influjo de esa cultura en la formación de la nacionalidad cubana, pero también devino expresión de la contracultura que se resistía a los patrones impuestos por el colonialismo español. Se dice que fue la alternativa criolla frente a las corridas de toros y su práctica terminó vinculándose con el ideal independentista, hasta el punto que las autoridades coloniales decidieron prohibirla.
Durante la ocupación norteamericana en 1898 y los primeros años de la nueva República, la pelota se convirtió en el deporte nacional cubano. Igual que en el pasado, en su práctica van a verse reflejados los conflictos de esta época. Era el deporte de las segregadas colonias estadounidenses, de los clubes y colegios privados de la burguesía nativa, pero también el de los trabajadores urbanos, los campesinos y los estudiantes de las escuelas públicas. Incluso fue asumida como un escape existencial y vía de ascenso social de los sectores más humildes y marginados.
La pelota cubana se insertó al mercado norteamericano a través de sus prestigiosas ligas profesionales y aportó atletas de gran calibre al espectáculo estadounidense, sobre todo cuando los negros de todas partes pudieron ingresar en los principales equipos norteamericanos. De niño, disfrutaba cuando mi padre me llevaba a presenciar los juegos de la liga invernal cubana en el entonces fastuoso Estadio del Cerro, apenas a cinco cuadras de mi casa, donde se mezclaban atletas cubanos y norteamericanos. Pero también resultaba apasionante escaparme hasta el terreno del Canal, también a cinco cuadras pero en sentido contrario, donde no había estadio, sino placeres yermos, y la calidad de los peloteros radicaba en “adivinar” hacia dónde iría la bola forrada en esparadrapo, una vez que chocaba con la tierra.
Los grandes peloteros cubanos surgían en las maniguas de todo el país, pero prácticamente solo en La Habana llegaban establecerse como grandes figuras nacionales e internacionales ya que no existían ligas profesionales fuera de la capital, lo que también reflejaba las enormes diferencias existentes entre la ciudad y el campo. Debido a este potencial, la calidad de la pelota cubana apenas se resintió cuando le fue retirada la franquicia a los Cuban Sugar Kings – equipo cubano con nombre en inglés y atletas de ambos países – y el gobierno revolucionario de Cuba estableció la liga nacional de béisbol, integrada exclusivamente por peloteros amateurs cubanos en representación de sus respectivos territorios.
La pelota pasó entonces a formar parte de un sistema que colocó a Cuba como una potencia deportiva a escala mundial. El Canal se convirtió en el primer complejo deportivo creado por la Revolución, se construyeron estadios modernos en todas las provincias, escuelas para la formación de los atletas y el equipo nacional devino prácticamente imbatible en las ligas no profesionales, lo que incluyó campeonatos mundiales y olimpiadas. Se trató de un esfuerzo autóctono y autosuficiente, toda vez que la pelota no se practicaba en los antiguos países socialistas europeos, como ocurría con otros deportes.
La debacle del campo socialista terminó por imponer el comercialismo en el deporte internacional y aunque los peloteros cubanos demostraron calidad para competir con los profesionales a todos los niveles, la pelota cubana lo hace en desventaja. Por un lado, el gobierno de Estados Unidos ha dificultado obtener las ganancias de estos eventos – el premio por el segundo lugar obtenido en el I Clásico Mundial tuvo que ser donado a las víctimas del huracán Katrina y a estas alturas nadie sabe a dónde fue a parar este dinero –, a lo que se suma el robo descarnado de talentos. Como ocurre en otros campos, tal práctica tiene un componente político específicamente diseñado para dañar la calidad del béisbol cubano, ya que la mayoría de estos peloteros ni siquiera resultan finalmente contratados por grandes equipos norteamericanos.
En el pasado, a pesar de que no faltaban jugosas ofertas y jugar en las Grandes Ligas estadounidenses constituía un incentivo en sí mismo, pocos peloteros cubanos decidieron marcharse del país. Pero el problema se agudizó como resultado de la crisis económica en los años noventa, la cual afectó tanto la infraestructura deportiva como la motivación de los atletas, muchos de los cuales se vieron compelidos a emigrar, al igual que otros sectores de la población. Por tanto, de la misma manera que otros muchos componentes de la vida nacional en el socialismo, la pelota cubana se enfrenta a la transformación del mundo para la que fue concebida y no existe otra opción que enfrentar esta realidad.
A la luz de las reformas del modelo económico cubano, no existen razones para que los peloteros no reciban “según su aporte a la sociedad” y se beneficien de sus resultados en el deporte a partir de los ingresos que generan sus actividades. Por otro lado, aún así, parece ser que la emigración de atletas resultará inevitable y la propia reforma migratoria facilita que esto ocurra.
Mirada antes como un hecho repudiable, ya no es considerada igual por la sociedad y el propio discurso oficial, como ocurre con el resto de la emigración. Tampoco tiene que ser necesariamente mala para Cuba, si contribuye al desarrollo del deporte y genera ganancias legítimas para la parte cubana. Organizado a partir de normas legales que protejan la inversión realizada en la formación de estos atletas, los que quieran y puedan competir en otros países, no tendrían que romper con su patria y resultará normal que se integren a los equipos nacionales cuando se les convoque.
Estas medidas pueden adoptarse independientemente de cuál sea la política de Estados Unidos, pero el impacto de la misma tampoco puede ser ignorado. Hasta ahora, ningún pelotero cubano que se establezca en el béisbol norteamericano puede remesar sus ingresos a Cuba – lo mismo ocurre con un jubilado o cualquier otra persona – y está por verse si sería autorizado para participar en un equipo nacional. Al no existir vínculos legales entre los dos países, tampoco cabe la posibilidad del establecimiento de contratos donde la parte cubana esté representada, lo que no deja a los atletas otra alternativa que romper sus relaciones con las instituciones del país, desconociendo sus compromisos.
Como sucede en otros aspectos del bloqueo, esto coloca en desventaja a los empresarios deportivos norteamericanos respecto a sus similares de otros países, por lo que la pelota también es una variable a tener en cuenta en un eventual proceso de mejoramiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Incluso puede servir para iniciar este camino, como han propuesto diversos grupos y personas en ese país.
Resulta entonces fácil concluir que cuando se habla en Cuba de pelota no se refiere solo a bolas y strikes, sino que de nuevo no hace más que reflejar las disyuntivas por las que atraviesa la sociedad cubana. La suerte es que nos consideramos mejores jugadores que cualquiera y expertos en la táctica y la estrategia que rigen el deporte, lo que se extiende a su contexto. Si lo dudan, pregúntele a Víctor Mesa, el explosivo director de la selección nacional, que aún paga las culpas por haber obtenido el quinto lugar en el evento más exigente del orbe.

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