Soy santiaguero de un tranquilo barrio del “chago”, antigua zona residencial de la pequeña burguesía con, muy pocas viviendas, pero colmado de pequeñas y grandes instalaciones de salud.
Desde el fondo de mi casa se divisa el hospital de Maternidad, a la izquierda el provincial “Saturniro Lora”, su Cuerpo de Guardia, Policlínico y Cardiocentro, a la derecha, el, en tiempos pasados, para mí tan inquietante pediátrico, más conocido por “La Ondi”, varios Consultorios del Médico de Familia vienen a completar el asedio alrededor de mi hogar.
En la época de mi infancia, fui “cliente fijo” de La Ondi; se antojaba mi segunda casa. El infortunio, repetidamente extendía su mano para flagelar mi desgarbada figura con sus constantes tribulaciones. Las desdichas, pasaron a ser parte de mi cotidianidad. La rama de un árbol, en el que solía treparme, se venía abajo y con ella mi escuálida figura; objetos no identificados impactaban con relativa frecuencia y facilidad mi “esculpida” anatomía; aún recuerdo un balón de futbol, mal recepcionado, incrustarse en mi estómago para hacerme rodar sin sentido por el piso; en otra ocasión, “arrollando” al ritmo de la imaginaria conga santiaguera, la superficial raíz de una casuarina avivaba un traspié que terminaba por agasajarme con un nuevo ingreso hospitalario, cuando una piedra puntiaguda penetraba en mi imantada chola. Junto a los gritos de mi madre, el desconocido de turno que pasaba frente a mi casa, asumía la función de buen samaritano y cargaba conmigo, en presurosa carrera, hacia el cercano Cuerpo de Guardia; donde, sin dudas, me esperaban mayores dolores que la propia golpeadura.
Así de “apacibles” transcurrían mis primeros años de infancia, cuando pasó lo inevitable; comencé la fobia contra todo aquello que tuviera que ver con la salud. Las batas blancas del personal médico y paramédico, el característico olor y aséptico ambiente de los hospitales, las luminarias de los salones de operaciones, los estantes de medicamentos, la presencia del instrumental, para mí de “tortura”, siempre expuesto a la vista de los temerosos pacientes y hasta contra las ensordecedoras sirenas y rojas bombillas de las ambulancias.
Por desgracia, hasta mi propia madre era cómplice de tales desmanes. A pesar de la clásica rabieta cada vez que los médicos auscultaban mi cuerpo en busca de reales o imaginarios padecimientos, las tenazas de sus brazos se aferraban para no dejarme escapar; cosa paradójica para que con mis cortas primaveras, mi cerebro fuera capaz de procesar, cuando habitualmente ante la más mínima amenaza, su comportamiento era el de una leona defendiendo su cachorro.
Pero como decía, así crecí, viendo a los galenos y resto del personal de salud, como seres distintos a mis coterráneos. Les respetaba -tal vez esa no sea la palabra exacta- y por eso busqué una panacea para mis males, poniendo en práctica mi propio remedio profiláctico que, al menos, funcionaba con el sexo femenino. Tuve novias farmacéuticas, enfermeras, fisioterapeutas y doctoras, y hasta custodias del hospital. Descubría así, la piedra filosofal de mis tormentos. Era la única manera en que me resultaba placentera su presencia.
La vida siguió su curso, con ellos –los médicos y personal sanitario- en una esquina, y yo en la otra pero, el destino, aun me deparaba inesperadas sorpresas. Un día me vi viajando a África, mi oficio de arquitecto me llevaba a cumplir una solidaria misión con el pueblo de Namibia donde, la mayoría de los colaboradores cubanos pertenecen al sector de la salud.
Así, las circunstancias establecieron sus reglas y comencé a imbricarme en una suerte de telaraña que terminaría por cubrir todo el diapasón de mi cotidianidad. Empezaron a surgir grandes amistades que hasta hoy conservo, de esas que son para toda la vida. Nos veíamos en reuniones, actividades políticas, deportivas, culturales, en la embajada, las tiendas y hasta en los hospitales, si, aunque no lo crean, allí, los que no pisaba a no ser por motivos de fuerza mayor.
Aún así, la dosis no era suficiente, pero el cambio de “esquina” estaba a punto de llegar. Uno de nuestros ingenieros sufrió un accidente de tránsito y requería seguimiento inmediato; no había capacidad en los hospitales y se decidió, ingresar a domicilio. Una comisión compuesta por los mejores especialistas cubanos, encabezados por los doctores Verges y Nadine se encargó de monitorear todo el proceso. No se escatimaron recursos, incluidas costosas pruebas y análisis de laboratorio en una clínica privada, con tal de garantizar la vida del cooperante ante cualquier posibilidad de riesgo, por mínima que fuera. Pero tampoco estábamos solos, el Consejo de Dirección nuestra embajada supervisaba cada detalle, tomando oportunas decisiones.
Durante semanas se trasladaron las doctoras Nadine y Liliana desde el hospital a nuestras casas, convivieron con nosotros, compartimos alimentos, penas y alegrías, y comencé, por primera vez, a conocer los seres humanos que hay detrás de los uniformes.
También en aquellos días, tuve la suerte de conocer al doctor Verges, lastimosamente recién fallecido. Un santiaguero que, en Namibia, hizo honor a su terruño, de maravillosas cualidades humanas, trato afable y extraordinario. Lo procuré en el hospital, estaba detrás de los resultados médicos del accidentado. Me atendió caminado por los pasillos, como siempre, andaba muy ocupado. Debíamos subir al quinto piso, yo me paré en el elevador y me dijo, ¿Qué haces?, para luego confesarme que prefería subir las escaleras, “para pensar y, de paso, hacer ejercicios”.
Lo vi derrochar su valioso tiempo en explicar minuciosamente, a un neófito como yo, todo y cada uno de los detalles del moderno instrumental con que contaba el laboratorio; se lamentaba que en Cuba no podemos adquirir esta tecnología debido al criminal bloqueo de Estados Unidos.
Su entrada en la sala, parecía la llegada de un dios, eso era, todo un ilustre caballero, vi pacientes salir de sus cubículos sólo por el grato placer de saludarlo, enfermeras abrazarlo y besarlo, personal médico consultarlo. Le llamaban profesor, doctor, médico, tate (padre ó señor mayor en lengua oshiwambo), amigo, hermano, cubano, o simplemente Verges...quedé asombrado.
Semanas de que regresara a Cuba, después de haber cumplido una misión exitosa en este país por dos años, leí un artículo en un periódico local donde muchos ciudadanos hacían una súplica a las autoridades de salud para que el profesor cubano continuara trabajando en Namibia. Tuve la impresión que algo parecido deben ser las peticiones para una propuesta de canonización que se les hacen llegar al Santo Padre. Realmente sentí un sano orgullo de haberle conocido.
Que contraste al comparar lo acontecido a una colega y a mí recientemente, cuando nos vimos obligados de requerir los servicios de oftalmología a un especialista local en una clínica privada, al carecer la misión cubana de esta especialidad en el país; sin dudas, pagamos la novatada. Esta vez también sentí, pero vergüenza; para aquel señor éramos simple mercancía, la solidaridad humana no tenía cabida en el reino de Don dinero. Sin embargo, a la vez, no podía dejar de pensar en la inmensa cantidad de pacientes que diariamente examinan nuestros médicos, convirtiendo en práctica normal y nada extraordinaria, triplicar el promedio de consultas reglamentadas en el país, de manera totalmente gratuita, pero participar además, en todas las tareas culturales, políticas y deportivas que organiza la misión, después de extenuantes guardias o duras y largas horas de trabajo.
Pero, volviendo a mí historia, todavía la providencia me preparaba nuevas sorpresas en su empeño de ahuyentar mis fantasmas infantiles. En una reunión de trabajo, el doctor Alexis Sevilla, Coordinador Nacional del PIS en Namibia, después de un efusivo abrazo, acabó descubriendo un forúnculo abscedado que me había crecido en la espalda, y que yo planificaba que desapareciera, algún día, creo que por arte de magia y no, por el arte del bisturí; me dijo “mi hermano, lo siento, pero hay que operar”.
Alegando mis responsabilidades, nunca tenía tiempo para operarme; mejor dicho, me las ingeniaba para no tener tiempo, pero cuando el “chichón” creció, acercándose al tamaño de una pelota de pin pon, “él solito se encargó de llevarme rodando hacia el hospital”; nada menos que “la hospital”, el destino se empeñaba nuevamente de revivir mis pesadillas de antaño.
Mi primer choque, esta vez, con el experimentado especialista en Otorrinolaringología, doctor Nodiel Sobrecuevas, joven afable y servicial, quien se encargó de suministrarme el primer tratamiento. No pude menos que sorprenderme con la relación médico-paciente que establecía en su consulta y la admiración y respeto que todos sentían por él, tanto colegas, como enfermos. Nodiel no parecía tener días malos, sus desvelos me confundían; sin dudas, los papeles se habían invertido. Él parecía estar más interesado en mi evolución de lo que yo propiamente estaba. Lo curioso es que no era sólo conmigo, manifestaba el mismo comportamiento con cada uno de sus pacientes, sus relaciones con ellos iban más allá de las que normalmente conocía existen entre un galeno y sus pacientes. El vínculo que establecía era de amistad y me percaté como muchas de las enfermedades cedían ante el bienestar físico del paciente, antes incluso de haber comenzado propiamente su labor profesional.
La vida en los hospitales de Namibia es estresante, no siempre los médicos cubanos encuentran soluciones rápidas y factibles para resolver los casos inmediatos. Los salones de operaciones siempre están repletos. Las interminables “lista de espera” crecen diariamente. Sin embargo, en mi caso, la decisión de realizarme la cirugía menor –para mi mayor- estaba tomada y, llegado el día, comienza la odisea. De Katutura al Central (nombre de los hospitales públicos de Windhoek) y viceversa, en busca de un local disponible. Por fin, los doctores Osblady y Ariel improvisan un salón y hacen su trabajo en solitario. Yo hago el mío, dejar hacer y aguantar...
Hemos finalizado, quizás, una de las últimas reuniones de trabajo con el doctor Nodiel, quien, a pesar de su juventud, sumó a sus éxitos profesionales, otros también de elevada importancia como la tarea al frente de la Jefatura del Grupo de Trabajo del PCC. El auto que nos transporta, se desplaza raudo por uno de los elegantes repartos de alto estándar donde sólo ubicamos la floreciente burguesía local. Se detiene en una instalación hospitalaria privada. Un renombrado especialista, colega de Nodiel en el hospital Central, le espera para extenderle una carta que reconoce su labor, después de intentar por todos los medios posibles que prolongara su estancia en suelo namibiano.
Lo veo venir sonriente. Feliz. Alborozado como niño en fiesta de cumpleaños. Recuerda un escolar de primaria, a quien el profesor acaba de otorgarle una nota de excelente. Su prestigioso colega no es parco en elogiar desempeños. Me extiende la carta. Le garantizan, si en algún momento decide regresar a Namibia, que las puertas de cualquier hospital, público o privado, estarán abiertas para un profesional de su calibre.
Creo adivinar los sentimientos que lo embargan. No es la hipotética perspectiva de un trabajo tarifado para beneficio de su bolsillo. Sin dudas, el motivo de su felicidad, es el reconocimiento a sus resultados como profesional cubano de la salud y el cariño de sus compañeros y colegas.
En los próximos días, numerosos galenos cubanos finalizan su misión, en breve se enfrentarán a nuevas tareas, pero esta vez en la Patria. El doctor Nodiel, añora volver a su natal Puerto Padre. Junto a él, también lo harán otros que se van con la satisfacción de haber sido útiles a este pueblo, que los acogió con cariño durante los muchos meses de duro bregar; ahora, merecen el anhelado reencuentro con sus familiares y raíces. Regresan mejores médicos y mejores personas. El pueblo namibiano sentirá sus ausencias.
Los colegas que aún continúan, seguro seguirán dejando imborrables huellas en estas lejanas tierras africanas. No hay dudas, queda mucho por hacer y entre ellos existen muchos Verges, Nodiel o Nadine. Para los que terminan, desearles un feliz regreso a la Patria.
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