La polémica entrevista que tanto ha dado que hablar
Por Michel Contreras
Después de casi veinte años en el periodismo, el pasado 28 de marzo tuve la sensación de que había logrado una entrevista perfecta. En mitad de la mañana de ese sábado, Alfonso Urquiola me había hablado sin pelos en la lengua –como es menester para que las entrevistas puedan ser perfectas– y salí de su casa con el entusiasmo de un novato en las andanzas de la prensa.
Por esos días se jugaba la postemporada de la Serie Nacional, y el constante viajeteo –una visita a Isla de la Juventud, dos a Matanzas y otras dos a Ciego de Ávila– apenas dejaba tiempo y energías para emprender la escritura de aquella conversación larga, vibrante y complicada. Así pues, decidí publicarla al final del campeonato, cuando volviera a casa y los ecos del torneo empezaran a diluirse en la fanaticada.
Tan lejos como estaba diciembre y, sin embargo, yo cruzaba el umbral de la inocencia. En medio de la final entre Tigres y Piratas, una llamada telefónica me ponía al tanto de que mi entrevista, la que tanto me llenaba de ilusiones, se había convertido en pasto de las redes sociales. Todo el mundo hablaba de ella. Súbitamente, el inefable encanto de lo inédito dejaba de existir, y perdí el interés por describir a mis lectores los detalles de la conversación con el manager de los tabaqueros.
De manera que ahora lo hago entre desanimado y deprimido, como el corredor que llega último en una maratón donde partía de favorito. Tan solo la obligación profesional lo empuja a concluir el recorrido, y es curioso, lo mismo le sucede al que suscribe, que golpea su viejo teclado de laptop con la esperanza de no volver a hablar jamás de este episodio oscuro.
A espaldas mías, alguien grabó la mayor parte del diálogo. Lo hizo a unos seis metros de distancia, medio parapetado en el respaldo de una silla que aparece todo el tiempo en escena, cómplice muda de un ejercicio de barato fisgoneo. No obstante, lo más grave no fue que ese alguien grabara nuestra charla, sino que irresponsablemente compartiera con otros las interioridades de un encuentro lleno de revelaciones personales en medio de un supuesto grupo de amistades.
Confiado en que el ambiente no ofrecía peligro, Urquiola –que es un hombre de verbo caliente– ni siquiera se puso una camisa y empezó a hablar a pecho descubierto, lanzando sus verdades a diestra y a siniestra con esa campechanía que lo distingue. Poca, muy poca hierba sobrevivió al paso de sus tropas.
Estaba herido. Mejor dicho, furioso. Era de la opinión que a Pinar lo habían desfavorecido y arremetió de frente contra todo, desde los mecanismos de trabajo de la Comisión Nacional hasta el desenvolvimiento de narradores y comentaristas deportivos.
Por supuesto, ni yo ni ningún periodista serio de este mundo publicaría textualmente lo que Urquiola me dijo. La razón es sencilla y la conoce todo aquel que domina las nociones básicas del periodismo: toda entrevista, tanto para Cubadebate como para el New York Times, necesita edición.
Personalmente, vivo enamorado de las declaraciones fuertes, quizás porque me suenan más sinceras. De ahí que valoro mejor al pelotero que confiesa “he venido a ganar el campeonato”, que al que, tímidamente, se limita a explicar que “el terreno dirá la última palabra”. No soy dado a editar ese tipo de expresiones que a otros les aterra publicar.
Por eso, cuando mi amigo Martínez de Osaba –presente en la entrevista– me preguntó si iba a omitir algo, le contesté: “Solo lo inevitable”. Esto era, las palabras obscenas, las incoherencias normales en la oralidad, y los duros calificativos dirigidos a la Comisión y los colegas de la radio y la TV.
(Esto último, por un razonamiento ético elemental. Lo anterior, porque se trata de una acusación que Urquiola, con toda seguridad, no había medido en toda su magnitud y trascendencia. Empleó la palabra “corrupción” como mismo podía haber dicho arbitrariedad o favoritismo. No por gusto la expresión exacta que utilizó fue la siguiente: “Para mí es una corrupción lo que hay. Unos favorecen a algunos y a otros no. Unos pueden hacer lo que les da la gana y otros no”).
Por fortuna, lo que circula por ahí no es la entrevista íntegra. Tiene 47 minutos, y yo grabé 1:08 horas de audio. De manera que algo novedoso quedó en mi poder de aquella tórrida mañana con Alfonso Urquiola, un respetable hombre de béisbol al que –consciente o inconscientemente– han infligido irreparable daño ante los ojos de decenas de miles de personas. Tal vez más.
Lo que sigue es MI entrevista, no esa versión en bruto que tan mal se escucha. Una entrevista que, sin cebarse en el sustantivo escandaloso o el adjetivo exagerado, pone sobre la mesa los rotundos criterios del mentor pinareño. Pero antes de la transcripción de nuestro diálogo, quiero dejar en claro una cuestión…
Varias personas, unas de buena fe, otras con evidente afán torquemadiano, me han sugerido que de haber realizado la entrevista a solas con Urquiola, no estaría pasando por este percance. Pero ocurre que no estoy facultado para botar a nadie en casa ajena, ni le puedo decomisar el teléfono móvil a la gente para evitarle la tentación de filmar a escondidas. Es un mal necesario en los tiempos que corren. Un riesgo que, por más prudentes que seamos, siempre gravitará sobre nosotros. Total, más difícil es atracar un banco, y pasa.
Sin más, tiene la palabra Alfonso Urquiola…