sábado, 31 de agosto de 2013

Nadie compartirá tu sudor

Ese es el precio que paga el Estado cubano por un litro de leche a los campesinos. Puedes recibir 2 pesos y 50 centavos si la leche que produces tiene la suerte de ser revisada por el complejo lácteo y obtener una buena calificación y cinco pesos si la comercializas “por fuera”. Pero es difícil obtener una buena calificación cuando despiertas a las cuatro de la mañana durante tantos años que ya ni recuerdas cuántos, cuando ordeñas tus vacas a las cinco, mientras todos duermen y cualquier sonido lastima el oído; cuando guardas la leche esperando la inspección de las ocho de la mañana y el sujeto encargado llega a las once.
Pero los que leen este blogs jamás han sentido la teta de una vaca entre sus manos, jamás han tenido que tomarla entre sus dedos y halar con fuerza y ternura al mismo tiempo; jamás han jugado de pequeños a apuntar hacia sus primas para que la leche salga disparada y les ensucie la ropa. La mayoría de ustedes, apenas recibe el litro de dudosa procedencia, lo abre y se bebe de un sorbo el vaso. Tampoco saben que si dejan la leche desde las cinco de la mañana hasta las once, saldrá una bacteria que dañará la calidad de la misma.
Cuando esto sucede, el litro del campesino despierto desde la madrugada pasa de 2.50 a 1.41 pesos.
Mi abuelo ya no ordeña las vacas. A sus 78 años, solo siembra los campos de plátanos burros y manzanos; las hectáreas de tomates, de guayabas, de yucas, de frijoles, de pepinos, de calabazas, de boniatos y no sé de qué más porque yo me fui. Me largué en 2003 a la Universidad y ya no regresé más. Volví físicamente, sí; pero ya nunca más caminé entre los plátanos, ni competí para ganar en la recogida de tomates. Ya no muelo maíz. Ya no desgrano los frijoles con las manos. Ya no hago ramilletes de mamoncillos para venderlos ilegalmente en la playa y así comprar los zapatos de la escuela.
Mi abuelo, en cambio, sigue anclado en el 2003. O en el ´70, cuando llegó a La Habana y le dieron las primeras tierras para cultivarlas. Mi abuelo vive en una época donde los guajiros se reunían a conversar bajo una mata de mamoncillos que nunca parió y el internacionalismo proletario parecía posible. Por eso, mi abuelo no entiende cuando ese hombre que podría ser su hijo, representante de una empresa estatal, le grita en la reunión de los cooperativistas, que entregue más leche, fíjense ustedes que ironía, gritería en las c-o-o-p-e-r-a-t-i-v-a-s, solución socialista para la altanería y la arrogancia de la empresa capitalista.
Mira su manos, idiota, le habría dicho yo. Mira sus callos, sus arrugas, sus dedos que ya nunca serán blancos. Mira el color de la tierra entre sus uñas. Mira cómo su columna forma casi una L por estar encogido sobre la tierra. Mira sus ojos cansados; mira sus pantalones raídos y sus botas sucias. Mira su machete gastado y su yunta de buey imperfecta y las cercas con las que protege sus cultivos con mayor celo que a sus hijas. Mira cómo regala sus manos de plátanos a 2 pesos al intermediario que las llevará al agro donde se venderá cada plátano por un peso.
Ahora, funcionario de turno, delegado a la asamblea provincial del Poder Popular, échale un vistazo al saldo de tu celular, pagado estatalmente. Revisa tus uñas perfectas, tus manos limpísimas, mira el carro en el que llegas a la reunión; mientras los campesinos se marchan a caballo o a pie. Cuida los adjetivos fáciles y piensa bien antes de acusar de “gusanos” a esos hombres cuya nobleza infinita les impide dejarte hablando solo cuando les preguntas, en un acto de absoluto cinismo, por qué no entregan más leche. Toma tus consignas y vuelve a casa.
Mi abuelo no pudo enseñarme a leer, porque apenas recuerda cómo. Pero me habló de la decencia, y de la honestidad, y de la coherencia; porque sabe de la vida. Y sus conocimientos de economía son mínimos; pero tiene claro que a 1.41 la cosa no camina.

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